La canadiense Alice Munro murió anoche a los 92 años en Ontario. La noticia fue confirmada por miembros de su familia, según reportes del diario The Globe and Mail. La escritora sufría demencia desde hacía al menos una década y había anunciado su retiro, que luego esquivó, en 2006. Varios años más tarde, Munro ganó el Premio Nobel de Literatura 2013, aunque no asistió a la tradicional ceremonia de entrega de la medalla en Estocolmo (en su nombre, la actriz sueca Pernilla August leyó un cuento suyo).
Munro, quien nació el 10 de julio de 1931 en Ontario, Canadá, era conocida por sus cuentos centrados en las miserias y flaquezas de la condición humana, encarnadas en gente común y corriente, poco afecta a las profusiones de emoción, vueltas de tuerca imprevistas y las epifanías que poblaban las obras de sus coetáneos. Cynthia Ozick la bautizó como “la Chéjov canadiense”, por la brevedad aséptica de su pluma, capaz de infligir esas “muertes por mil cortes” en sus amas de casa, granjeras y pequeñas comerciantes, sorprendidas en las garras de la oscuridad y el deseo. El mote prendió. Tras la consagración del Nobel, surgieron otros, todos ellos sensatos superlativos que denotaban su dominio absoluto de la forma breve y que resurgen hoy a la hora de definir su legado: “titán del cuento”, “maestra del relato corto”. Y así.
La escritora se dio a conocer recién a los 30 años con relatos que vendió a la radio pública de su país, en los que ya estaba claro su oído privilegiado para el diálogo y la reflexión interior de sus protagonistas (Lejos de ella, el film de Sarah Polley, adapta con soltura su estilo a la pantalla grande a partir de “Ver las orejas al lobo”, incluido en Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio: Pedro Almodóvar se basaría en tres historias suyas para su película Julieta). Hija de una profesora y un granjero con poco sentido comercial, estudió periodismo y filología inglesa, pero abandonó los estudios para casarse. Luego de su divorcio volvió a la universidad, se casó por segunda vez (aunque mantuvo el apellido de su primer marido) y empezó a publicar con éxito en 1968.
“Una idea me interesa si tiene alguna complejidad moral, si tiene varias aristas –afirmaba en 2015–. No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma, uno se puede arrepentir tiempo después. Al mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta a un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De eso se trata ser humano”.
Más allá de su bajo perfil, su residencia en sur rural de Ontario (Munro Country, como solían definir sus seguidores el mundo apenas ficticio en el que transcurrían sus historias) y su aversión a los salones literarios, era una “escritora de escritores”. Es difícil imaginar un sucesor que despierte un consenso similar (y aún menos, una sucesora). “Con Alice es como un santo y seña –afirmaba el novelista Richard Ford a The New York Times–. Basta con nombrarla para que el resto de los presentes simplemente asienta con la cabeza; es la mejor que existe”.
Entre las colecciones más importantes de relatos de Alice Munro –siempre más largos que un cuento y más cortos que una nouvelle, una extensión “rebelde” a las categorías que se convirtió en una de sus marcas registradas– se encuentran «¿Quién te crees que eres?» (1978), «Las lunas de Júpiter» (1982), «Escapada» (2004), «La vista desde Castle Rock» (2006), «Todo queda en casa» (2014) y «Demasiada felicidad» (2009). En 2022 se publicó «Danza de las sombras», que recopila sus primeros escritos.
“Era un castillo en el aire que podía suceder, pero probablemente no sucedería. Sabía que estaba en la carrera, sí, pero la verdad es que nunca pensaba que fuera a ganar”, afirmaba en 2013 a The Canadian Press al conocerse el Nobel, una doble rareza por ser una escritora (la número 13 en la historia del premio) y encima una cuentista, con lo que solo era más improbable que ganara una poeta (luego ocurrió). Tan convencida estaba de que no sería elegida que los representantes de la Academia debieron dejarle un mensaje en el contestador telefónico con la noticia al no encontrarla durante varias horas. “Aquí era la mitad de la noche, y por supuesto que se me fue de la cabeza”, se justificó. Quienes busquen el “estilo Munro” no necesitan ir más lejos que el momento en que la escritora se encontraba con algo que solo podría tener comillas en sus cuentos: “la inmortalidad”.
Aunque suene modesto, Munro decidió escribir cuentos no porque –o, al menos, no inicialmente– era la forma que mejor realzaba sus atributos literarios. El cuento fue lo que quedó cuando se le acabó el tiempo para escribir.
“Mi idea era escribir novelas, pero empecé a escribir cuentos porque era para lo único que podía hacerme tiempo –explicaba en una entrevista publicada en este diario poco antes del Nobel–. Entre las tareas de la casa y el cuidado de los chicos, nunca habría tenido tiempo de escribir una novela. Y después fue como si el formato del cuento –en realidad, una forma más bien inusual de cuento, por lo general una forma de relato bastante largo– fuese lo que quería hacer. Ese espacio alcanzaba para decir lo que quería decir. Y al principio fue difícil, porque la gente esperaba que el relato breve tuviera cierta extensión y no otra. Querían que fuese una historia corta, y mis historias eran bastante inusuales, ya que de alguna manera cuentan más y más cosas diferentes y no paran. Nunca sé –o al menos no suelo saber– la extensión que tendrá un relato. Pero no me asusto: le doy todo el espacio que necesite. De todos modos, no me importa si lo que estoy escribiendo en ese momento es un cuento –algo clasificado como cuento– u otra cosa. Es ficción y punto”. (Dolores Graña)
Facebook
Twitter
Instagram
YouTube
RSS