En tiempos donde lo inmediato y lo personalizado dominan la experiencia del oyente, el streaming aparece como una promesa cumplida del deseo: música a demanda, algoritmos que adivinan nuestros gustos, libertad total para elegir cuándo, cómo y qué escuchar. Es la era del yo como centro de la experiencia sonora. Sin embargo, frente a esta aparente emancipación del gusto, la radio convencional —ese artefacto que muchos llaman obsoleto— resiste con dignidad y con un poder que va más allá de lo técnico: el poder de sugerir, de imaginar, de sorprender.
Desde una mirada filosófica, el streaming encarna la lógica del consumo neoliberal: la personalización absoluta, la velocidad, la fragmentación. Ya no hay espera, ni azar, ni silencio. Todo está servido. El sujeto, reducido a consumidor, se vuelve un oyente aislado que habita burbujas sonoras a la medida de sus preferencias. Paradójicamente, esta libertad de elección puede derivar en monotonía, en encierro estético. Al evitar lo inesperado, se atrofia la capacidad de asombro.
La radio, en cambio, es un espacio común, un lugar compartido. Es voz sin rostro, palabra que viaja en el aire y construye mundos en la mente del oyente. En su transmisión lineal, en su continuidad ininterrumpida, la radio mantiene viva la capacidad de imaginar: no vemos al locutor, lo intuimos; no elegimos la música, la recibimos; no controlamos el flujo, nos entregamos a él. Hay en este acto una forma de humildad y apertura que el streaming ha olvidado.
Walter Benjamin hablaba del valor del “aura” en las obras de arte: aquello irrepetible, ligado al aquí y ahora de su aparición. La radio conserva esa aura. Cuando escuchamos una emisora local en la madrugada, con su mezcla de voces, silencios y casualidades, estamos participando de un momento irrepetible. La radio es acontecimiento; el streaming es archivo.
La radio nos obliga a prestar atención, a completar con la imaginación lo que no se ve. En ese sentido, es una forma de resistencia a la sobreestimulación visual de nuestra época. Nos devuelve a la escucha profunda, al vínculo humano mediado por la voz. Como decía Gaston Bachelard, “la imaginación no es la facultad de formar imágenes, sino la de deformarlas, de liberarse del inmediato”. La radio, con sus límites, estimula esa deformación creativa: nos invita a construir con lo que falta.
En defensa de la radio, no se trata de negar las virtudes del streaming, sino de reconocer que no todo debe ser inmediato, personalizado, visual o perfecto. La radio, como la poesía o el fuego en una noche de invierno, nos recuerda que hay belleza en lo compartido, en lo imprevisto, en lo que no se ve pero se siente.
Frente a la abundancia ruidosa del streaming, la radio permanece como un espacio íntimo y misterioso, donde la imaginación no se atrofia, sino que se enciende. Y quizás, en un mundo cada vez más saturado de estímulos, esa chispa invisible sea lo que más necesitamos.

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