(Fabián Solari) El rock duro, el metal y el pop en menor medida fueron durante décadas dominios masculinos. Hoy, ya desde el under un conjunto de mujeres no pide permiso: canta, compone, toca y dirige con la certeza de que el escenario también les pertenece. Desde Celia Barloz hasta Margarita Monet, pasando por Fernanda Lira, Patricia Mora, Liliana Rodríguez, Pamela Moore y tantas otras, la revolución ya no es un rumor: suena con guitarras y baterías.
Marx habló del trabajo como esencia del hombre; Beauvoir, de la construcción de género; Nietzsche, de la afirmación vital. En estas artistas, esas ideas se vuelven sonido: guitarras, bajos, tambores, voces. Como en la política de Eva Duarte o la intensidad pianística de Argerich, lo que se juega aquí no es solo arte: es una disputa por la dignidad, la visibilidad y la historia. El escenario fue durante años una fábrica cerrada a las mujeres.
Hoy, esas voces y esos cuerpos reclaman no un lugar excepcional, sino el derecho histórico de ser protagonistas.

El ruido eléctrico nunca distinguió géneros, pero la historia sí. El rock y el metal nacieron y crecieron como territorio de hombres, escrito en biografías que los repetían como héroes exclusivos. Sin embargo, en el margen, siempre hubo mujeres empuñando guitarras y micrófonos. Lo que hoy sucede es distinto: ya no se trata de excepciones, sino de una corriente que gana visibilidad y reclama ser reconocida como parte central de la tradición.
La voz de Celia Barloz, con Strangers, rompe la noche como un vidrio que estalla. No canta para decorar, canta para poner en palabras la intensidad de lo que no puede callarse. Su grito no es mercancía, es trabajo vivo: aquello que Marx reconocía como la energía transformadora de lo humano.
En otra latitud, el bajo de Fernanda Lira en Crypta ruge como columna vertebral. No acompaña: dirige. Esa línea grave organiza, sostiene, empuja. En sus guturales se juega la sublimación de la rabia, lo que Freud describía como impulso reprimido vuelto creación. El metal, que se pensaba inaccesible, se abre como espacio conquistado.
El caos eléctrico de Genocide, con The Oxys, y los acordes pacientes de Victoria Real parecen opuestos, pero dialogan en un mismo frente: tocar como acto político, como afirmación nietzscheana de la vida. Una ataca con furia punk, la otra construye canciones con rigor de artesana. Ambas niegan el viejo mito de que la mujer solo podía ser musa.

Detrás, sosteniendo el pulso, está Liliana Rodríguez, baterista de Zoonicks. Su golpe firme desarma un estereotipo persistente: que la batería no era ‘para ellas’. Cada redoble desmiente siglos de exclusión. Allí, en ese latido, está la afirmación vital de Freud y Nietzsche: existir es resistir.
El canto de Sandra Lian en Velvet Rush resignifica la sensualidad: no como objeto de consumo, sino como potencia liberada. Y la voz de Patricia Mora en Somnium convierte la oscuridad en belleza compartida, recordando que incluso en la penumbra puede afirmarse la vida. Beauvoir advertía que lo femenino es construcción social: aquí esas construcciones se derrumban a fuerza de música.
La veterana Pamela Moore es testimonio de otra verdad: las mujeres siempre estuvieron, aunque los relatos oficiales intentaran borrarlas. Su papel en Queensrÿche fue más que un personaje: fue un recordatorio de que había un derecho a ejercer, como lo había dicho Eva Duarte, nacido de la necesidad de existir en escena.
Hoy, ese derecho se proyecta hacia adelante en el futuro que diseña Margarita Monet con Edge of Paradise. Sus teclados y melodías son arquitecturas posibles, mundos aún no realizados que la música anticipa. Allí vibra la idea marxista de utopía: imaginar lo que todavía no existe.
Sobre todas, como faro, la figura de Martha Argerich. Su piano no pertenece al rock, pero su intensidad, su disciplina y su fuego son herencia común. Argerich mostró que el arte exige entrega radical, sin concesiones. Esa enseñanza cruza a cada una de estas artistas: que la música es trabajo serio y acto vital a la vez.

No se trata de excepciones brillantes, ni de cuotas simbólicas. Estas mujeres transforman la historia del rock, el metal y el pop desde adentro. El escenario ya no es masculino: es territorio compartido, donde la emancipación deja de ser promesa para volverse práctica. Como dijo Marx, la liberación de la mujer es condición de toda liberación humana. En estas guitarras y voces, esa frase ya no es teoría: es sonido, es cuerpo, es revolución.

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