El 25 de mayo de 1810 no fue una fiesta de corbatas ni un acuerdo entre caballeros. Fue, ante todo, el resultado de un proceso complejo, lleno de tensiones, que marcó el inicio del largo camino hacia la independencia de nuestro pueblo. Fue el momento en que las voces del Río de la Plata, acalladas durante siglos por el dominio colonial, empezaron a abrirse paso. No hubo fuegos artificiales ni marchas triunfales. Hubo miedo, incertidumbre y coraje. Hubo pueblo. Y hubo revolución.
A menudo, la historia oficial nos presenta la Revolución de Mayo como una simple transición, una suerte de reemplazo administrativo que solo trasladó el poder de manos españolas a criollas. Pero la verdad histórica nos dice otra cosa. La verdad es que aquel 25 de mayo fue una ruptura. Una decisión colectiva, impulsada por sectores patrióticos que ya no toleraban el yugo del imperio, ni la exclusión de las mayorías de cualquier decisión política. El pueblo llano, los morenos, los mestizos, los afrodescendientes, los gauchos, los pequeños comerciantes y artesanos, jugaron un papel central. No estaban en los salones lujosos del Cabildo, pero estaban en la plaza, presionando, haciendo historia.
El contexto internacional aceleró los tiempos. Napoleón invadía España, el rey Fernando VII estaba prisionero, y en América Latina empezaban a sonar tambores de emancipación. La elite porteña veía en esto una oportunidad para tomar las riendas del poder, pero no todos buscaban lo mismo. Algunos querían una Junta que gobernara en nombre del rey ausente. Otros, como Moreno, Belgrano, Castelli, ya soñaban con la libertad, con un país propio y soberano, sin cadenas ni tronos.

No fue fácil. Hubo traiciones, hubo pactos. Pero también hubo ideales, sangre y entrega. La Primera Junta, nacida aquel día, fue apenas el comienzo. Vendrían años de guerras, divisiones, exilios. Pero algo había cambiado para siempre: el pueblo había tomado conciencia de su fuerza.
Hoy, a más de dos siglos de aquella jornada, el 25 de mayo no debe ser recordado como una postal congelada en el tiempo. Debe ser comprendido como una chispa revolucionaria que aún nos interpela. Porque la independencia no se conquista una vez para siempre. Se defiende todos los días: cuando luchamos por una patria más justa, cuando exigimos soberanía sobre nuestros recursos, cuando reivindicamos a los que trabajan, a los que luchan, a los que no se resignan.
Y si hay una forma de mantener viva esa llama revolucionaria, es con la música que grita lo que otros callan. Porque el rock argentino, y sobre todo el heavy nacional, nació de esa misma necesidad de decir lo que incomoda, de alzar la voz contra la injusticia, de no agachar la cabeza. Desde las calles de Valentín Alsina hasta los barrios más olvidados del país, los acordes de La Renga, Hermética, Almafuerte, Riff o V8 son himnos de resistencia. “La patria no se hizo sola, la hicieron hombres de honor”. “El que abandona no tiene premio, y el que resiste puede triunfar”.
El rock argentino es nuestro nuevo cabildo abierto. Es ahí donde todavía se discute la libertad, la identidad, la dignidad. Es donde el pueblo sigue encontrando su voz. No la de bronce ni la de museo, sino la de carne, guitarra y verdad.
Hoy, como en 1810, seguimos peleando. Porque la verdadera revolución no terminó. Porque la patria sigue siendo el otro. Y porque en cada riff, en cada estrofa que arde, en cada pogo cargado de historia, sigue viva la lucha del pueblo argentino.
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